lunes, 30 de abril de 2012

LA CLASE DE COCINA LOUISA M. ALCOTT



LA CLASE DE COCINA
LOUISA M. ALCOTT



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Una jovencita de cofia pequeña y delantal grande, leía atenta y ansiosamente un libro de recetas culinarias. Tenía la cocina para ella sola, pues su madre estaba ausente durante todo el día y la cocinera tenía asueto, de modo que Edith podía enredar a satisfacción. Per¬tenecía a una clase de cocina, cuyos miembros iban a merendar a las dos con la muchacha de al lado, y en ese momento la cuestión más absorbente era: ¿qué podía preparar? Al pasar las hojas del gastado libro, hablaba para sí, mientras las diversas recetas pasaban ante sus ojos.



"Ya hice ensalada de langostas y croquetas de pollo, y ninguna me salió muy bien... Ahora quiero distinguirme con algo bien sa¬brosa. Prepararía un puerco espín de carne, o un pato de carnero, si tuviera tiempo, pero son dificultosos y tendría que ensayarlos antes de presentarlos a la clase. Para la crema bávara hacen falta fresas y crema batida, y no pienso cansarme los brazos batiendo huevos... Los albaricoques á la Neige son fáciles y sanos, pero sé que a las chicas no les gustarán tanto como algo condimentado, que luego les cau¬sará malestar, como el budín de ciruelas de Carrie... Un plato con carne es mejor para el almuerzo. Probaría con mollejas y tocino, si no fuera porque me disgusta quedar con la cara quemada y las ropas olorosas... Las aves son sabrosas; a ver si puedo preparar gallo de bosque mechado... No; no me gusta tocar esa sustancia fría y gorda. ¡ Qué mortificada quedó Ella cuando preparó aves sobre tosta¬das y olvidó retirarlas ! Palomas a la ca¬zuela..., ¡eso mismo ! Lo hicimos en nuestra última lección, pero las chicas están todas en¬loquecidas con la pasta de harina, así que no se les ocurrirá preparar palomas. ¿Por qué no se me habrá ocurrido enseguida? Porque las hay en casa y hoy no harán falta, dado que mamá está ausente... Y ya preparadas..., ¡qué lindo! Me disgusta desplumar y limpiar aves. «Cocer a fuego lento durante una a tres horas» ... Hay tiempo de sobra. ¡Lo haré, lo haré ! ¡La, la, la!"
Y allá partió Edith, muy animosa, pues aun¬que no le gustaba cocinar, deseaba quedar bien ante la clase, algunas alumnas de la cual eran muy ambiciosas y de vez en cuando lograban éxito con algún plato complicado, más por buena suerte que por habilidad.
Había seis aves bien gordas sobre una ban¬deja, con las patas plegadas de la manera más patética. Edith las llevó en triunfo a la co¬cina, y abriendo el libro que tenía delante, puso manos a la obra en forma enérgica, resignán¬dose a freír el cerdo y cortar las cebollas, omi¬tidos al leer de prisa la receta. Una vez que quedaron rellenas, con las patas atadas a las colas, las aves fueron doradas y puestas a fuego lento con una pizca de hierbas.
"Ahora puedo limpiar y descansar un poco. Si llego a tener que trabajar para ganarme la vida, jamás seré cocinera" -suspiró Edith, fatigada, mientras lavaba los platos, pregun¬tándose cómo habría tantos, pues ninguna sir¬vienta descuidada habría acumulado más va¬jilla para tan pequeña labor, como esa joven que no había aprendido aún una de las lec¬ciones más importantes que debe saber toda cocinera.
El timbre sonó en el momento preciso en que, concluida su tarea, se proponía tenderse a descansar en el sofá del comedor hasta que llegara el momento de retirar sus palomas.
-Dile a quien sea que estoy ocupada -su¬surró cuando la criada fue a atender la puerta.
María regresó al cabo de un momento, para anunciar:
-Señorita, es su prima, que trae un baúl. ¿La hago pasar, por supuesto?
-¡Dios me valga! Había olvidado a Patty. Mamá dijo que vendría cualquier día de la semana, y éste es el más inconveniente de los siete... Claro, hazla pasar. Dile que voy den¬tro de un minuto -pidió Edith, demasiado bien educada para no recibir amablemente así fuera a una visitante inesperada.
Quitándose la cofia y el delantal, y tras una última mirada a las palomas que comenzaban a soltar un aroma muy apetitoso, fue al en¬cuentro de su amiga Patty era una sonrosada muchacha campe¬sina de dieciséis años, vestida con sencillez y algo tímida, pero dulce y sensata, con un aire fresco y rústico que delataba en ella a la flor del campo.
-¿Qué tal, querida? Lamento que mamá esté ausente; tuvo que ir de prisa a visitar a una amiga enferma... Pero yo estoy aquí y me alegro de verte. Tengo una cita a las dos, y tú vendrás conmigo... No es más que una merienda aquí cerca, con un grupo de mucha¬chas; te lo contaré arriba.
Sin dejar de parlotear, Edith condujo a su prima a la habitación que tenían preparada pa¬ra ella. Pronto las dos reían con el animado relato de las proezas de la clase de cocina. Sú¬bitamente, en mitad de la torta de crema que había sido su gran éxito y casi la muerte de todos los que la probaron, Edith se interrum¬pió; husmeó el aire como un sabueso y se pre¬cipitó escaleras abajo, gritando como si la casa se incendiara
-¡Sé queman! ¡Se queman!
Sumamente alarmada, Patty la siguió, guia¬da hasta la cocina por sus lamentos. Allí en¬contró a Edith inclinada sobre una cazuela, con expresión angustiada.
-¡Mis palomas! -exclamó con desespera¬ción-. ¿Están quemadas? Huele y dime... Después de tantas molestias, quedaré conster¬nada si están arruinadas.
Las dos lindas narices husmearon una y otra vez; las primas se inclinaron sobre la cazuela sin hacer .caso del vapor que arruinaba sus rizos y enrojecía sus narices. A regañadientes, Patty admitió que, en efecto, impregnaba el aire un leve olor de chamusquina, pero sugirió que un poco más de condimento ocultaría tan triste circunstancia.
-Lo probaré... ¿Alguna vez lo hiciste? ¿Te gusta cocinar? ¿No quieres preparar algo para llevar? A las chicas les gustaría, y así com¬pensarías mi error -sugirió Edith mientras espumaba el caldo y agregaba pimienta y sal a manos llenas.
-No sé nada de palomas, salvo alimentarlas y mimarlas... No las comemos. Sé preparar platos sencillos y toda clase de pan . . .. ¿Ven¬dría bien un bizcochuelo o una torta de té?
Tan complacida estaba Patty ante la idea de contribuir al festín, que Edith no se atrevió a indicarle que un bizcochuelo caliente o una torta de té no eran lo más adecuado para una merienda en la ciudad. Aceptó la oferta, y Patty puso manos a la obra con tal habilidad, que cuando las palomas quedaron listas, había preparado ya dos cacerolas llenas de deliciosos bizcochitos. Los envolvió en una linda servi¬lleta, listos ya para llevarlos en una bandeja de porcelana con un ramillete de rosas pintado..
Pese a todo el condimento, el olor y sabor a quemado persistían alrededor del plato de Edith. Sin embargo, esperando que nadie lo advirtiera, se vistió de prisa, dio a Patty un toque aquí y allá, y ambas partieron a la hora fijada para la merienda en casa de Augusta.
Seis niñas pertenecían a esta clase, y la regla era que cada una debía traer su contribución y depositarla sobre la mesa tendida para reci¬birlas; luego, una vez que la cantidad quedaba completa, se levantaban las tapas, los platos eran examinados y consumidos (si era posible) y al fin se pronunciaba el veredicto-y se otor¬gaba el premio al mejor. La muchacha en cuya casa se ofrecía la merienda, proveía el premio, que solía ser tan bonito como valioso.
En esta ocasión, un espléndido ramo de rosas Jacqueminot, en un hermoso jarrón, ornamen¬taba el centro de la mesa, atrayendo las mi¬radas admiradas de las siete muchachas reu¬nidas a su alrededor luego de depositar sus platos.
Patty, que recibió una amable bienvenida, no tardó en olvidar su timidez, maravillada ante los bellos vestidos, los modales agracia¬dos y los interesantes chismes de las jovencitas. Formaban un grupo muy agradable, ataviadas todas con el uniforme de la clase : pulcros de¬lantales blancos y coquetas cofias con cintas multicolores, como doncellas de teatro. Al toque de una campanilla de plata, cada una ocupó su lugar ante el plato tapado que llevaba su nombre, y a una orden de Augusta, todas le¬vantaron las servilletas, tapas de plata, pape¬les blancos o cualquier cosa que ocultara la contribución. Tras un momento de profundo silencio, mientras las rápidas miradas capta¬ban la perspectiva, hubo una unánime explo¬sión de risa : sobre la mesa se veían seis ban¬dejas de palomas a la cazuela, y solamente las flores quebraban la absurda monotonía de la escena.
¡Cómo se rieron ! Por espacio de un momento, no pudieron hacer otra cosa, puesto que en cuanto alguna intentaba una explicación, la abandonaba para unirse de nuevo a la tem¬pestad de risas. Una o dos se pusieron histé¬ricas y lloraron al tiempo que reían; y todas hacían tanto ruido, que la mamá de Augusta se asomó a ver qué ocurría. Seis manos agita¬das señalaron el cómico espectáculo de la mesa, donde parecía haber aterrizado una bandada de palomas a la cazuela, y seis voces sin aliento gritaron a coro
-¡Díganos si no es cómico!
Muy divertida, la buena señora se retiró para gozar sola de la broma, mientras las mucha¬chas exhaustas, se secaban los ojos y se ponían a hablar todas al mismo tiempo. ¡Qué barullo! Pero de todo aquello, Patty dedujo que todas se habían propuesto sorprender a las demás... y lo cierto es que lo habían conseguido.
-Yo probé la pasta de harina -anunció Augusta, abanicándose el rostro acalorado.
-¡Y yo también ! -gritaron las demás.
-Y resultó un fracaso completo...
-¡Lo mismo que la mía! -le hicieron eco las otras voces.
-Entonces se me ocurrió preparar ese plato que hicimos el otro día... -Lo mismo que yo.
-Estaba segura de que todas prepararían pasta y que quizás les saldría mejor que a mí...
-¡Exactamente nuestro caso! -y una nue¬va risa terminó con esta confesión general.
-Ahora debemos comer nuestras palomas, ya que no tenemos nada más y es contrario a los reglamentos traer algo comprado en los al¬macenes. Propongo que cada una pase su plato, así todas podremos criticarlo y obtener algún bien de esta merienda tan cómica.
El plan de Augusta fue llevado a cabo, y como todas estaban hambrientas por el es-fuerzo desacostumbrado, las muchachas ca¬yeron sobre las desdichadas aves como seres famélicos. El primero estuvo muy bien; pero cuando pasaron otra vez los platos, cada pro¬badora lo observó con ansiedad, pues ninguno era muy bueno; no se podía recurrir a nin¬guna otra cosa, y todos sabemos que la variedad es el condimento de la vida.
.-¡Ay, si tuviera una tajada de pan! -sus¬piró una damisela.
-¿Cómo no se nos ocurrió? -agregó otra.
-Yo lo pensé, pero siempre tenemos tantas tortas, que creí que sería una tontería traer pan -exclamó Augusta, algo mortificada por su olvido.
-Suponía tener que probar seis tortas, y no se come pan con pastelería.
Al decir esto, Edith recordó súbitamente los bizcochos de Patty, abandonados en la mesa lateral por su modesta cocinera, puesto que, al parecer, no quedaba lugar para ellos.
Regocijándose ahora por el plato antes despreciado, Edith corrió en su busca, y al po¬nerlo sobre la mesa anunció
-La contribución de mi prima... Como llegó tarde, no tuvimos tiempo para otra cosa. Por eso me tomé la libertad de traerla a ella y sus bizcochos...
Un murmullo de bienvenida recibió al tan deseado agregado al festín, que sin él habría sido un decidido fracaso, y la bonita bandeja dio la vuelta a la mesa, hasta que no quedó en ella otra cosa que las rosas pintadas. Con tal ayuda se comieron las mejores palomas a la cazuela, mientras tenía lugar una animada discusión relativa a lo que harían la próxima vez.
-Anunciemos todas nuestro plato, y no lo cambiemos... Jamás aprenderemos si no nos atenemos a una cosa hasta hacerla bien. Yo elegiré el pastel de picadillo y traeré uno sa¬broso así me lleve toda la semana prepararlo -anunció Edith, quien eligió con heroísmo lo más difícil que se le podía ocurrir, para alen¬tar a las demás.
Enardecidas por tan noble ejemplo, cada una de las jóvenes adoptó un compromiso de honor. Las ambiciosas cocineritas completaron una lista de platos sabrosos. Luego se, aprobó un voto de agradecimiento a Patty, cuyo bizcocho fue elegido por unanimidad como la contribu¬ción más exitosa. Al fin ofrecieron el jarrón a la encantada muchacha, cuyo rubor fue tan profundo como el color de las flores, tras las cuales intentaba ocultarlo.
Poco después de esta ceremonia el grupo se dispersó, y Edith volvió a casa para contar la historia de lo sucedido, agregando orgullosa que la prima del campo había obtenido el premio.
-¡Niña, qué temeraria eres al elegir el pas¬tel de picadillo!... Es una de las cosas más difíciles de preparar, y de las más pesadas para comer. Lee la receta y verás a qué te has comprometido, querida mía -dijo la madre, muy divertida por las andanzas de la clase de cocina.
Edith abrió su libro y empezó con valor por la "pasta de harina", pero cuando llegó al final de las tres páginas dedicadas a instrucciones para preparar tan indigesto manjar, estaba muy seria, y cuando leyó en voz alta la si¬guiente receta para el picadillo, la desespera¬ción la envolvió con lentitud, como una nube.
Una taza de carne picada; una taza y media de pasas de uva; una taza y media de grosellas; una taza y media de azúcar morena; una taza y un tercio de melaza; tres tazas de manzanas picadas; una taza de jugo de carne; dos cucha¬radas de sal; dos cucharadas de canela; media cucharada de macia; media cucharada de cla¬vos de olor en polvo; un limón rallado, media taza de coñac; un cuarto de taza de vino; tres cucharadas de agua de rosas.
-¡Dios me valga, cuánto trabajo! Tendré que ocupar en él todos los días hasta el sábado que viene, pues la masa sola requerirá todo mi entendimiento. Fui temeraria, es verdad, pero es que hablé sin pensar y quería hacer algo realmente bueno... Está prohibido pedir que nos enseñen, así que tendré que arreglarme lo mejor posible -gimió Edith.
-Puedo ayudarte midiendo, pesando y pi¬cando. Siempre ayudo a mamá para el Día de Acción de Gracias, cuando prepara espléndidos pasteles. Solamente entonces comemos pica¬dillo, pues ella opina que no nos conviene -dijo Patty, compadecida y llena de buena vo¬luntad.
-¿Qué llevarás para el almuerzo? -inqui¬rió la madre de Edith, sonriendo ante la lú-gubre expresión de su hija que se inclinaba sobre el libro fatal lleno de atractivos platos, que tentaban a la lectora desprevenida arras¬trándola al desastre.
-Solamente café... No sé hacer cosas di¬fíciles; pero mi café es siempre bueno. Como dijeron que lo querían, lo ofrecí.
-Tendré listas mis píldoras y polvos, pues si todas siguen en este tren, les hará falta una dosis después del almuerzo. Edith, haz tu pe¬dido y dedica la mente a la tarea... Ojalá que tengan suerte y buena digestión, hijas mías.
Dicho esto, la mamá dejó a las jóvenes para que se animaran mutuamente y trazaran pla¬nes de una lección diaria hasta que quedara preparado el pastel perfecto.
Lo cierto es que se esmeraron, pues comen¬zaron un lunes, y todas las mañanas de la se¬mana se dedicaron a la importante tarea con creciente valor y habilidad. Y buena falta les hacía el primero, pues hasta la bondadosa Nancy se cansó de "tener encima a las se¬ñoritas", y se mostró malhumorada cada vez que ellas aparecían en la cocina.
Los hermanos de Edith se rieron de los di¬versos fracasos que aparecieron en la mesa, y la mamá estaba cansada de probar pasta y' picadillo en todas las etapas de progresión. Pero las señoritas, sin arredrarse, siguieron con lo suyo hasta que llegó el sábado y un pastel muy superior quedó listo para ser ofre¬cido a la inspección de la clase.
-No quiero volver a ver uno en mi vida -declaró Edith, mientras las dos se vestían, cansadas, pero satisfechas por su labor, pues el pastel había sido elogiado por todos los pre¬sentes, llenaba la casa la fragancia del café de Patty listo para servirlo a último momento, caliente y claro, en la mejor jarra de plata.
-Bueno; tengo la sensación de haber pa¬sado esta semana en una fábrica de especias, o en la cocina de una pastelería, y me alegro de que hayamos concluido. Si de ti depende, creo que tus hermanos no volverán a comer pastel por mucho tiempo -rió Patty, mientras se ajustaba las cintas nuevas proporcionadas por su prima.
-Cuando estuvieron aquí anoche los primos de Florence, oí que esos bribones se burlaban de nosotras, y Alf dijo que debíamos dejarlos venir a :a merienda. Yo me burlé de esa idea y les hice agua la boca hablando de las cosas sabrosas que íbamos a comer -declaró Edith, satisfecha por las severas observaciones que había dedicado a jóvenes tan glotones, que aunque adoraban el pastel, se burlaban de las desdichadas cocineras.
Florence, que ofrecía la merienda de esa semana, había embellecido su mesa con un ra¬millete en cada sitio, puesto el respectivo pa¬necillo en cada servilleta artísticamente do¬blada, y colgado del mechero de gas el premio una gran bolsa de raso colmada con los más deliciosos bombones. Hubo cierta demora para empezar, pues una cocinera atribulada envió un mensaje diciendo que sus pastelitos de papas no querían dorarse, y rogándoles que la espe¬raran. Así es que trasladaron la sesión a la sala, donde conversaron hasta que llegó Ella, enrojecida, pero triunfante, con los pastelillos en perfecto estado.
Cuando todo quedó preparado y levantadas las tapas, las aguardaba una nueva sorpre¬sa. .. y no una sorpresa agradable como la an¬terior, sino un asunto muy serio, que produjo rencillas domésticas por lo menos en dos fa¬milias. Sobre cada plato se apoyaba una tar¬jeta, con un nombre nuevo para cada uno de esos manjares minuciosamente preparados. El pastel de picadillo había sido vuelto a bautizar con el nombre de 'Pesadilla"; las costeletas de ternera. 'Dispepsia"; la langosta en esca¬lope, "Retortijones"; el sorbete de limón, "Cólico"; el café, "Palpitación", hasta llegar a la linda bolsa de confituras, etiquetada con el nombre de "Dolor de muelas".
Grande fue la indignación de las cocineras, que lanzaron una exclamación general de “Dolor de muelas”.
-¿Quién fue?
La pobre criada que las servía, declaró entre lágrimas que nadie había estado allí, y que ella misma se había ausentado sólo cinco mi¬nutos para ir en busca de agua helada. Florence, considerando que sus invitadas habían sido ofendidas, prometió descubrir al culpable y castigarlo de la manera más terrible. De modo que las furiosas jovencitas comieron la me¬rienda antes que se enfriara, pero olvidaron criticar los platos, tan extrañadas estaban de esa audaz fechoría.
Apenas empezaban a calmarse, cuando un sonoro estornudo provocó una acometida ge¬neral hacia el sofá que se hallaba en un nicho del comedor. Sin tardanza, un muchachito, casi ahogado por la risa contenida y el polvo, fue arrancado de su escondite y sometido a juicio. Florence era juez, las demás jurado; y el desdichado jovencito, acorralado en un rincón, re¬cibió la orden de decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, so pena de ser azo¬tado con el gran abanico japonés de guerra que pendía de la pared.
Tratando en vano de contener la risa Phil enfrentó como un hombre a las siete mu-chachas, a quienes dijo lo menos posible, de¬leitándose al atormentarlas como muchacho que era.
-¿Sabes quién puso allí esas tarjetas?
-¡Cómo les gustaría saberlo!
-Contesta enseguida, Phil Gordon.
-Sí, lo sé.
-¿Fue Alf ? Está en casa los sábados, y es muy propio de un horrible estudiante de
Harvard el fastidiarnos así.
-Pues..., no.
-¿Viste cuando la hacían?
-Lo vi.
-¿Hombre o mujer? Mary miente, y quizás la hayan sobornado.
-Hombre -rió el niño, jubiloso.
-¿ Lo conozco? ¡Por cierto!
-¿El hermano de Edith, Rex?
-No, señorita.
-Sé bueno - y cuéntanos... No lo regaña¬remos, aunque fue una grosería.
-¿Y qué me darán?
-¿Hay que sobornarte para que cumplas con tu deber?
-Bueno, me parece que nada tiene de di¬vertido esconderse en ese sitio sofocante, y oler buena comida, y verlas hartarse sin ofrecerme un bocado. Déjenme probar la merienda y veré qué puedo hacer por ustedes.
-¡Los muchachos son tan glotones! ¿Qué hacemos, chicas?
-Sí; debemos saberlo.
-Entonces, anda y llénate, malo, pero te vigilaremos hasta que nos digas quién escribió y colocó aquí esas insultantes tarjetas.
Florence soltó al prisionero y se plantó a su lado, mientras en un lapso asombrosamente breve, él devoraba lo mejor que había en la mesa, sabiendo bien que tardaría mucho en volver a tener tan buena oportunidad.
-Ahora denme un poco de esas confituras, y les diré -exigió el joven Shylock, decidido a aprovechar su poder lo mejor posible, mien¬tras le durara.
-¡Fíjense qué tormento! No puedo entregar esos bombones, porque todavía no hemos deci¬dido para quién serán.
-¡No importa!... ¡Elige algunos y líbrate de él! -clamaron las demás, ansiosas por en-terarse de la verdad.
De mala gana, le entregaron un puñado de dulces, y luego todas aguardaron con interés el nombre del malhechor.
-Bueno. .. -comenzó Phil con exasperante lentitud-. Alf escribió las tarjetas y me dio medio dólar para que las distribuyera... Y lo hice bien, ¿no?
Y antes de que alguna de las niñas alcanzara a sujetarlo, huyó de la pieza, con una mano llena de bombones, la otra de pastel, y la cara resplandeciente con el júbilo triunfal de un niño que se ha burlado de siete muchachas crecidas.   
No hay constancias de lo que sucedió inme¬diatamente, aunque Phil espió por las ventanas, gritó por el conducto y golpeó varias puertas. La oportuna llegada de su madre lo ahu¬yentó, de modo que las turbadas señoritas concluyeron su merienda con el poco apetito que les quedaba.
Edith obtuvo el premio, pues su pastel fue considerado un gran éxito y probado con tanta abundancia, que varias de sus amigas tuvie¬ron motivos para pensar que el burlón Alfred había acertado al bautizarlo "Pesadilla". Alen¬tada por su éxito, Edith invitó a todas a ir a su casa el sábado siguiente, y propuso que ella misma y su prima proporcionaran el almuerzo, ya que tenían algunos platos nuevos para ofre¬cer, que no figuraban en el libro de recetas estudiado durante todo el invierno.
Amenguado el ardor de las jóvenes cocineras por sucesivos fracasos y el descubrimiento de que el arte de cocinar no se aprende con facilidad, cualquier novedad era bien recibida, de modo que las muchachas aceptaron de buena gana la invitación, aliviadas ante la idea de no tener que pensar en ningún plato, pese a que ninguna reconoció estar cansada de "preparar rancho", como lo llamaban los muchachos irres¬petuosos.



Se decidió por unanimidad apabullar con silencioso escarnio al audaz Alfred y a su aliado Rex, mientras Phil sería desairado por su hermana hasta que pidiera perdón por su participación en la fechoría. Más tarde, una vez que endulzaron sus lenguas y sus humores con deliciosos bombones, las amigas se sepa¬raron, pensando que la merienda siguiente sería un suceso de interés insólito.
La idea se originó en una comida preparada por Patty un día, cuando Nancy, que deseaba un día libre, fue inesperadamente requerida para el funeral de un primo: el quinto pariente muerto en un año, tan grande era la morta¬lidad en la familia de la jovial cocinera. La madre de Edith, muy ocupada con una mo¬dista, aceptó de buena gana el ofrecimiento de las muchachas, de preparar solas el almuerzo.
-Por favor, nada de platos complicados; los muchachos llegan hambrientos y quieren ali¬mento sólido, así que preparen algo saludable y sencillo, y en cantidad -fue la única suge¬rencia de la aliviada señora, al retirarse a su sala de costura dejando a las jóvenes a cargo de la casa.
Bueno, Edie; ahora haz de ama de casa y dame órdenes, que yo seré la cocinera. Pide cosas que vayan de acuerdo juntas; no todas asadas ni todas hervidas, pues no hay sitio suficiente -declaró Patty, mientras se ponía un delantal con aire de gran satisfacción, pues le encantaba cocinar y estaba harta de no hacer nada.
-Yo miraré todo lo que hagas y aprenderé; de ese modo, la próxima vez que Nancy se ausente, ocuparé su lugar sin tener que servir a los muchachos lo que detestan : un almuerzo complicado -repuso Edith, satisfecha con su papel, aunque algo mortificada al descubrir qué pocas eran las cosas sencillas que sabía preparar bien.
-¿Qué es lo que les agrada? -inquirió Patty, ansiosa por complacerlos, pues todos eran muy amables con ella.
-Rosbif y budín de pasas, con dos o tres clases de vegetales... ¿Podemos preparar todo eso?
-Por cierto que sí. .. Prepararé enseguida el budín y lo cocinaré antes de poner la carne. Sé cocinar cuantos vegetales quieras, y sopa también.
Así fue impartida la orden y todo anduvo bien, a juzgar por los comentarios jubilosos que se oían en la cocina. Patty preparó su mejor pan de jengibre, y cocinó unas manza¬nas con azúcar y especias, y al dar las dos sir¬vió a la mesa un almuerzo perfecto, para gran satisfacción de los hambrientos muchachos, que comieron con gran gusto y aconsejaron a mamá que se deshiciera de Nancy y tomara a Patty como cocinera. Esa proposición, elogiosa, aun¬que audaz, causó gran placer a su prima.
-Esta sí que es cocina, útil y bien hecha, aunque parezca tan sencilla... Cualquier se-ñorita puede aprender y ser independiente de sus sirvientes, si hace falta. Edith, deja tus clases y toma lecciones de Patty. Eso me ven¬dría mejor que esos platos franceses que no son económicos ni saludables.
-Lo haré, mamá, pues ya estoy harta de revolver crema, mechar y batir huevos. Estos platos no serán tan elegantes, pero debemos comerlos, así que será mejor que aprenda a pre¬pararlos, si es que Patty quiere enseñarme.
-Claro que sí; todo lo que sepa. Mamá con¬sidera que es parte importante de la educación ,de una señorita, pues quien no puede tener sir¬vientes, puede servirse sola, y quien es rica, no será tan dependiente como una dama igno¬rante. Para nosotras, lo primordial es saber coser y cumplir las labores hogareñas; después se pueden aprender otras cosas, si el tiempo y la fortuna lo permiten.
-Esa es la clase de muchachas que me gustan, como a cualquier hombre sensato...
Buena suerte, prima, y muy agradecido por una comida de primera y un sensato sermón a manera de postre.
Rex abandonó la mesa con su mejor reve¬rencia, y Patty enrojeció de placer ante el elo¬gio del estudiante. De aquí, y de la conversa¬ción sostenida más tarde por las damas, surgió el almuerzo propuesto por Edith, a cuya pre¬paración las primas dedicaron mucha preocu¬pación y cuidado, pues se proponían servir varias clases de comidas campestres para sa¬tisfacer los diversos gustos. El plan fue cre¬ciendo gradualmente a medida que trabaja¬ban, y agregó una pequeña sorpresa que fue un gran éxito.
Llegado el sábado, los muchachos más pe¬queños fueron enviados a pasar un día de campo, para que la costa quedara despejada.
-Por favor, caballeros, nada de ocultarse bajo un sofá de mi casa, ni enredar mi cena -dijo Edith, al ver que los hermanos menores partían sin novedad. Luego se puso a trabajar con Patty y la criada, a fin de arreglar el co¬medor para el festín que allí sería servido.
Como hoy en día los muebles antiguos están de moda, fue. fácil reunir todas las viejas mesas, sillas, porcelanas y adornos de la casa, y convertir en un lugar agradable la pieza so¬leada donde se alzaba un alto reloj, y los cortinados de un siglo de antigüedad agregaban mucho al efecto. Estaba puesta una maciza mesa de nogal, con antigua platería, cristale¬ría, porcelana y toda clase de saleros, pimen¬teros, platillos para encurtidos, cuchillos y cucharas antiguas. A su alrededor estaban dis¬puestas las sillas de respaldo alto, y las in¬vitadas fueron recibidas por una anciana muy simpática, ataviada con raso del color de la ci¬ruela, con una esclavina de muselina y un gran gorro que sentaba muy bien al rosado rostro que enmarcaba. En el ancho cinturón lucía un grueso reloj ; unos guantes cubrían sus manos regordetas, y un retículo le colgaba al costado. La hija de Madame, con su vestido de seda ro¬sada y delantal de muselina, estaba aún más bonita que su madre, pues el cabello rizado y oscuro le pendía sobre los hombros, bajo un sombrero con largas cintas rosadas. Los guan¬tes le llegaban al costado, y tenía una faja ro¬sada atada a la espalda con un moño.
Grande fue el placer que esta pequeña sor¬presa dio a las niñas, y alegre la charla que tuvo lugar a medida que eran recibidas por las dueñas de casa, que olvidaban sus papeles a cada momento. Madame retozaba de vez en cuando, y la "Linda Peggy" estaba tan preocu¬pada por la comida, que no se mostraba tan dedicada a la compañía como debe estarlo una señorita bien educada. Pero nadie objetó, y cuando sonó la campana, todos se reunieron alrededor de la mesa, ansiosos por ver cuál sería el festín.
-Señoras, hemos procurado ofrecerles una muestra de los buenos platos antiguos que ahora están un poco fuera de moda -declaró Madame, de pie en su sitio, con una servilleta sujeta sobre el vestido rosado y un resplandor en los ojos azules, bajo los pliegues del amplio sombrero-. Pensamos que sería conveniente presentar algunos a la clase y a los cocineros de nuestras familias, que se burlan de los platos sencillos o no saben prepararlos bien. Hay variedad ; espero que todas encuentren algo de su gusto. Descúbrelos, Peggy, y co¬mencemos.
Al principio, las muchachas se mostraron algo decepcionadas, pues los platos no eran muy novedosos para ellas, pero cambiaron de idea cuando probaron la "cena hervida" y des¬cubrieron qué buen sabor tenía, además de habas guisadas, ni duras, ni grasientas, ni quemadas; bistec tierno, jugoso y bien condi¬mentado ; papas, harinosas pese a la época del año; budín indio, preparado como pocas coci¬neras modernas saben hacerlo; pan moreno con manteca casera; y pastel de calabaza cuyas ta¬jadas parecían oro vegetal. Entonces se pusie¬ron a comer con un apetito que habría des¬truido su reputación de jovencitas delicadas, si las hubieran visto. La cena concluyó con té en tazas finas, torta selecta y queso cremoso con fruta. Mientras admiraban las cucharitas antiguas y diminutas, la torta crujiente y los quesitos semejantes a bolas de nieve, Edith anunció, en respuesta a los muchos elogios re¬cibidos
-Al César lo que es del César... Patty fue quien sugirió esto y cocinó casi todo, de modo que agradézcanle a ella y pídanle prestado su libro de recetas... Es divertidísimo, muy viejo, copiado y gastado por su abuela, y lleno de instrucciones para preparar cosas útiles en cantidad, desde una torta como ésta hasta un lavado infalible y seguro para la tez. Rocío de mayo, hojas de rosa y lavanda, ¿no les parece encantador?
-¡Quiero copiarlo! -exclamaron varias jóvenes afectadas con pecas, o pálidas debido al exceso de café y confituras.
-Por cierto que sí... Pero iba a decir que, como hoy no tenemos premio, hemos preparado para cada una de ustedes un pequeño recuerdo de nuestra comida a la antigua... Tráelas, hija mía; espero que las damas disculpen un regalo tan casero y aprovechen la sugerencia que acompaña a cada uno de ellos.
Mientras Edith hablaba, con una cómica mezcla de su alegría juvenil y de la majestuo¬sidad de la dama que intentaba imitar, Patty sacó del aparador, donde estaba cubierta, una bandeja de plata con cinco panecillos. Sobre cada uno de ellos había una tarjeta coloreada con la receta para prepararlo, sujeta con un alfiler de plata.
-¡Qué ingenioso!
-¡Qué hermosos alfileres!
-Recogeré la indirecta y aprenderé sin tar¬danza a preparar pan bueno...
-Tiene el olor dulce de la nuez, y no es duro ni pesado.
-¡Qué buena idea... y qué bien la han lle¬vado ustedes a cabo!
Tales fueron los comentarios formulados mientras eran distribuidos los panecillos, y cada una de las muchachas descubrió que su alfiler correspondía a sus propios gustos, pues eran todos diferentes, y muy bonitos, fuera cual fuera el. diseño: una paleta, un patín, una lapicera, una raqueta, un abanico, una pluma, un compás musical o una margarita.
Viendo que su cena resultaba un éxito pese a ser tan hogareña Edith agregó la última sorpresa, que también lo había sido para ella y Patty al llegar, apenas a tiempo para que la sacaran. En ese momento se olvidó de ser Madame y con expresión mezcla de alegría y sa¬tisfacción, dijo echándose atrás el sombrero y quitándose los guantes
-Chicas, la, mejor broma de todas es que Rex y Alf enviaron los alfileres por medio de Phil, quien los trajo con una humilde disculpa por su impertinencia de la semana pasada. Jamás vi muchacho más dócil, por lo cual de¬bemos agradecer a Floy. Pero creo -que la co¬mida ofrecida por Pat y yo el otro día con¬quistó el corazón de Rex, que así obligó a Alf a retractarse de manera tan agradable. No di¬remos nada al respecto, sino que luciremos nuestros alfileres y demostraremos a los mu¬chachos que somos capaces de perdonar y olvi¬dar como verdaderas señoritas, aunque sabe¬mos cocinar y tenemos ideas propias, aparte de ponernos lindas y hacer caso a nuestros her¬manos mayores.
-¡Lo haremos! -corearon todas a una sola voz.
Y Florence agregó
-Propongo también que cuando sepamos preparar platos que no sean complicados, ofrezcamos una cena como ésta e invitemos a esos bribones, que así se arrepentirán y no volverán jamás a burlarse de nuestra clase de cocina.

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